18 de febrero de 2008

Hispaniako Independentzia!!

España es un país de curiosas tradiciones. San Isidro tiene sus toros, abril su feria, San Juan sus hogueras y los comicios su ilegalización de Batasuna. Esta última tradición, aunque muy reciente, parece haber arraigado con fuerza en la vida política de este país hasta el punto que ha llegado a ser sinónimo de las elecciones mismas. No concibo la precampaña sin las imágenes de la mesa nacional de batasuna escoltada por ertzaintzas camino de la Audiencia Nacional. Ya es un clásico como el turrón de Jijona o los Reyes Magos.
Estos días y en este foro se han emitido muchas opiniones con las que estoy de acuerdo. Coincido en que ilegalizar a cualquier partido político desvirtúa la democracia de todo un estado (así de frágil es); creo también que ninguna voz debe ser acallada mediante sentencias y autos judiciales, por muy desagradable que nos pueda parecer el mensaje emitido. Me sumo a lo que se ha dicho en este foro en contra de la ilegalización de Batasuna y, con permiso, me gustaría añadir algo más. Si Batasuna, con este nombre, no concurre a las urnas el nueve de marzo, nada impedirá a sus “ilegales” representantes hablar en nombre de todo el pueblo vasco. Me explico, durante nuestra tan manida Transición los miembros del Partido Comunista se presentaban en sus discursos como los legítimos portavoces de aquellos españoles silenciados durante cuarenta años. Tras las primeras elecciones democráticas, y tras sacar tan solo un 10% de los votos emitidos, perdieron ese derecho que les daba la incertidumbre, guardaron a Ibarruri y a Alberti en el baúl de los recuerdos y se resignaron a ir perdiendo apoyo y sumando siglas hasta el día de hoy (pobre Llamazares…)
Lo mismo pasa con la Batasuna del siglo XXI. Si no se le permite tomar forma en las instituciones se convertirá en un fantasma que, aunque sin poder en las mismas, podrá aterrorizar desde la incertidumbre de no saber ni quienes ni cuantos son. En Cataluña existe una historia popular que cuenta que durante la invasión napoleónica (¡que estamos de bicentenario!) los ejércitos franceses marchaban por un desfiladero sin oposición ninguna. Escondido había un niño con un timbal y la cabeza llena de ideas reaccionarias y antiliberales que, viendo el avance de las tropas, empezó a tocar frenéticamente su instrumento. Gracias al eco del desfiladero, el sonido del timbal se multiplicó y llegó a oídos franceses como si se tratase del movimiento de un descomunal ejército enemigo que marchaba a su encuentro y, muy en la línea de la mala fama francesa, se disolvió y huyó presa del pánico. Esta historia, la del “timbaler del Bruch”, representa para mi lo que puede pasar en los desfiladeros de la política vasca. Batasuna no es más que un niño armado con un timbal que aterroriza a fuerzas mayores a base de hacer ruido constantemente y guarecerse donde nadie pueda encontrarlo. Además, Batasuna tiene una característica en común con el timbal: Cuanto más le pegas más ruido hace.
Dicho lo cual me gustaría compartir una reflexión que, aunque incorrecta desde muchos puntos de vista, cada día creo más cierta. ¿Por qué debemos permitir que lo que ocurra en el País Vasco contamine toda la vida política de España? Todos, desde Huelva a Figueres y de Cádiz a Finisterre, hemos hecho un gran trabajo (de treinta años) por intentar adaptarnos a los nuevos tiempos de democracia y perdonarnos mutuamente atávicas rencillas que se remontan prácticamente a la prehistoria. Mañana se independiza Kosovo, y a muchos sorprendería los paralelismos entre los Balcanes y la propia España (por cierto, lo de la “Balcanización” de España me parece una rotunda gilipollez) que ha llegado hasta tiempos muy recientes. Ellos no hicieron en su día su trabajo, nosotros sí. Miro al mal llamado “conflicto vasco” (que durante años me ha interesado muchísimo) y al final, lo único que veo, es a una sociedad que ha sido mimada durante siglos (y no exagero) y que, como un niño malcriado, se ha instalado en el eterno reproche e insaciable demanda como aquel que creía que todo le era debido. No estoy sólo hablando de los nacionalistas, de todo pelaje, sino de toda una sociedad acostumbrada a mirarse el ombligo y, lo que es peor, empeñada en que todo el mundo se lo mire. Opino sinceramente que, sin ánimo de ofender, el País Vasco ha sido y es un gran lastre para un país que, en contra de todo pronóstico, ha sabido, bien y mal, tener la voluntad de avanzar.
Nuestra clase política, que salvo honrosas excepciones no merecemos, encuentra en el País Vasco un filón inapreciable para sumar dividendos a una credibilidad política que difícilmente podrían mantener mediante sus mermadas capacidades de gestión y gobierno. Al carro se suman, por supuesto, los periodistas, medios de comunicación y demás advenedizos que usurpan día tras día los poderes que, en Democracia, pertenecen a la ciudadanía. Sinceramente, si la agenda política de un país la va a marcar algún panfleto sensacionalista en indirecta connivencia con un niñato de Barakalo que le ha dado por calcinar un puesto de chuches en nombre de la libertad, considero que algo va mal en este país.
Por otra parte habrá quien crea, en mesiánico delirio, que corresponde a los españoles de bien (creo que ahora se les llama “demócratas” o “constitucionalistas”) llevar a cabo la redención de aquellas “provincias vascongadas” mediante los principios democráticos, que no se puede dejar a sus suerte a tantos vascos y vascas que defienden la bandera nacional en terreno hostil a costa de su vida y libertad (por no hablar de sus bienes) en manos de asesinos y mafiosos. Pues bien, estoy de acuerdo en parte. Mucha gente se ha jugado más incluso que la vida por defender su forma de ver la vida y hacer política. Será muy triste el día que veamos emigrando al sur, a través del Ebro, a toda una tropa de “Iparraguirres” e “Imázes” mientras los Urkos López e Itoitzs García celebran el primer Aberdi Eguna de la “Independentzia” en su “tierra ancestral”. Sin embargo, si eso significase el fin de esta situación (les regalamos Treviño si hace falta) no dudaría en firmar por ello. Hemos pagado y estamos pagando un alto precio (y “coste de oportunidad”) por nuestra unidad, como si una impagable deuda con los Reyes Católicos y la Historia nos impidiese ver alternativas y caminos que una sociedad plural y democrática puede permitirse el lujo de tomar. Merecemos una España mejor y quizás, esa España, deba tener una cuarta frontera (Andorra cuenta…)

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